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Recomendado por:

Isabel Moreno Ferrero (Dpto. de Filología Clásica e Indoeuropeo)

 

 

 

Paul Doherty

ASESINATO IMPERIAL

Sevilla: Bóveda, 2010

 

Signatura: L/Cl 820 DOH ase

 

 

 

La novela histórica está hoy muy de moda; casi tanto como la policíaca en cualquiera de sus versiones, la de investigación tradicional; o la serie negra (desde la clásica estadounidense de Dashiell Hammett, Raymond Chandler o Ross Macdonald a los muy buenos productos que recogen la cara más oscura de distintos países en diversos momentos históricos). Lógicamente, pues, también lo está la combinación de ambas: la novela histórica con alguna trama de intriga; sea policial, sensu stricto; sea, en general, de indagación y pesquisa. De hecho, el lector que lee este tipo de obras pretende distraerse pero también conocer mejor una época que le gusta o le interesa. Por ello, para que el libro sea bueno y logre la difusión pretendida, el autor debe ser un experto en la etapa elegida como centro y marco del argumento, o estar muy bien documentado sobre sus entresijos. Y, a la vez, debe tener un buen pulso narrativo para mantener el interés de la 'investigación', y conocer las claves del crimen. Es una difícil combinación, pero es la única forma de 'convencer' al lector de la 'realidad' de lo que está narrando, y atraer su interés.

Lamentablemente ninguna de las premisas se da aquí. Paul Doherty, que ha escrito otras obras del género -centradas en el medievo-, no parece haber gozado de gran inspiración en ésta. La trama es poco atractiva y apenas logra interesar; no se lee con fruición porque no interesa lo que va a suceder de inmediato, que, en sustancia, es casi nada. Pero como tampoco se descubre una época fascinante detrás de lo que parece escasa labor de documentación y poco interés en su recreación, ni hay unos buenos caracteres que enriquezcan el juego escénico, el relato no se sostiene. Fallan los pilares (intriga dramática y ambientación histórica); pero también la decoración: las descripciones de ambientes o situaciones apenas resultan atractivas; se salvan, quizá, la del Esquilino y la Vía Apia -la zona siniestra del cementerio, las catacumbas, y los mausoleos de la famosa calzada (p. 99 y ss.)-; y la pintura del Coliseo y los juegos, con el encierro de Claudia en la jaula de las fieras (pp. 191-208).

Con todo, también hay que reconocer que el autor ha tenido la mala fortuna de encontrarse con una pésima traducción y una inexistente revisión por parte de los editores; hay muy graves errores, que pueden despistar al lector, pero irritan al crítico. Es difícil seleccionarlos; algunos son divertidos, como "Emperadora" (p. 37), aunque antes y después (pp. 29, 157, 173, 220, 256...) aparezca, con más propiedad, la "Emperatriz" (Elena, la madre de Constantino); "portador" (dos veces, p. 192) en lugar de "porteador", que son los que llevaban las literas de los personajes importantes y es a quien se refiere el relato; pièce de resístanse (p. 290) en lugar de rèsistance; "Heliogábalo" en vez de 'Elegalbo' (p. 106). El "archi-herético Ario" (sic, p. 57) es, en realidad, Arrio; Nicodemia (p. 60, 218...) aparece por Nicomedia y el "Campo de Martes" sustituye al "Campo de Marte".

Pero estos acaban siendo fallos menores: la lectura de los giros latinos es un suplicio; aunque al profesional le salgan de ojo, al profano pueden confundirlo. Por ejemplo, Victor a eternus (p. 236) debería haberse corregido en Victor aeternus. Funesta es también la traducción del famoso lema In hoc signo vinces: "Con este signo conquistarás" (p. 16); el verbo castellano deja al lector esperando un complemento. Una frase tan popular tiene su versión igualmente popular: "Con este signo vencerás"; sólo se requiere un cierto conocimiento de la lengua latina y otro tanto de la tradición de la cultura occidental que lo ha divulgado; pero los responsables del error carecen de ambos; incluso del sentido común de consultar a un especialista. No entramos en la alternativa: In hoc signo 'oxides'... (p. 52). El verbo en cuestión suscita la hilaridad; por supuesto, es occides (pp. 89, 197...). Pero que el error se deba a la hipercorrección del ordenador no exime al corrector de pruebas del trabajo de comprobarlo y subsanarlo. Y lo que no es achacable al ordenador es que la frase típica de los gladiadores antes de iniciar su fatal combate, "Morituri te salutant", se convierta, sin saber por qué, en una "aclamación de los gladiadores antes de los juegos" (p. 185); aunque a ellos sí se les 'aclame' durante el espectáculo, ellos sólo la pronuncian en voz alta ante el público y el Emperador... Hay, desde luego, muchos dislates más, pero no podemos detenernos en ellos.

Con todo, prescindiendo de tales deslices, y otros muchos más, que no cabe seguir enumerando, el volumen apenas guarda atractivos. Falla la tramoya -no sirve la trama policíaca, cuyo desenlace se intuye con excesiva facilidad-; y no puede interesar el trasfondo político, cuya complejidad y riqueza se le escapan al autor; mucho más, al lector. No hay sustrato, ni datos, ni reconstrucción imaginativa -como en la serie de 'Gordiano el Sabueso' de Steven Saylor, donde los datos históricos se respetan escrupulosamente pero los silencios de las fuentes antiguas se recrean con posibilidades muy originales y bien noveladas que demuestran la habilidad de un gran escritor-. No hay arquitectura sólida (tejido argumental y progresión dramático-narrativa); ni trazo fino: los personajes, sobre todo los reales, carecen de vida y ascendiente histórico, y los inventados no resisten el análisis. Que Constantino se acueste con prostitutas no es un gran pormenor, pero es que ni siquiera sirve de buen trasfondo. Y que la propia Elena pretenda ir a buscar la Cruz en la que murió Cristo, carece de proyección en la trama; realmente, el tema del cristianismo frente al moribundo paganismo habría podido dar mucho más de sí de lo que da este tópico apunte; igual que las mediocres figuras del Obispo de Roma y su sacerdote Silvestre. El turbulento mundo del incipiente edificio eclesiástico ni se intuye. No engancha el fondo, ni, mucho menos, la forma. La caracterización de la protagonista es banal. Y el gladiador Murano, su contrapunto masculino, es un triste remedo del gran Espartaco, o, si quiere, del general Máximo (Russell Crowe) en Gladiator; no 'convence' aunque venza en su combate, como marcan los cánones del compañero bueno... Con todo, ese ambiente, el de los juegos y muerte en el circo, es uno de los mejor recreados (sobre todo, como hemos apuntado, el bloque principal, pp. 194-204); quizá porque al ser muy conocido y haber sido muy estudiado, es fácil documentarse sobre él. En cambio, la tabernera Locusta, intermediaria del Sicario, que acaba como debe una mujer de su calaña, se beneficia del eco que proyecta sobre su figura la envenenadora del mismo nombre que preparó para Nerón la ponzoña que acabó con su rival Británico, hijo del Emperador Claudio. Lástima que al autor no se le haya ocurrido siquiera la (conveniente o necesaria) idea de hacer una revisión o comentario final sobre los datos históricos que ha incluido, los que ha tomado derivados o prestados de otras circunstancias o etapas, y los que, simplemente, ha inventado (apenas incorpora un muy sucinto índice que sólo identifica a los personajes). Es una práctica habitual de los buenos escritores y las buenas ediciones. Tal vez la editorial debiera habérselo requerido...

Hay, con todo, que admitir que tal vez el texto original, que yo no he leído, pudiera resistir mejor la crítica. Lo cierto, en cualquier caso, es que no estoy muy segura de querer leerlo... No obstante, ante la duda de qué interés puede tener el volumen para unos alumnos como los de nuestras especialidades teniendo en cuenta estos errores, la respuesta es fácil: los que conozcan poco o nada la vida y milagros del mundo palatino del s. IV d.C. se familiarizarán con los personajes reales, la problemática religiosa de fondo, y el carácter de ciertos ambientes y lugares. Siempre se aprende algo; y es posible que ello les induzca a buscar algún libro de la biblioteca para comprobar una noticia o aclarar una duda. Y a los buenos conocedores de Roma y los textos clásicos les obligará a aguzar el ingenio buscando las fuentes de las que pueda proceder un detalle o una indicación, y la realidad, o no, de cada página...

A tal propósito, les propongo un ejercicio: ¿Dónde han leído u oído (o ambas cosas), la idea reflejada en la frase del gladiador Murano (p. 214): "hay ocasiones en las que desearía que las masas tuvieran un único cuello, para que pudiera atravesarlo con mi espada"? Estaré encantada de comentarlo con quien me proponga una solución, aunque el enigma, como el de la novela, no sea difícil de resolver... Les aseguro que tiene una realidad detrás. Pero les aseguro también que hay muchos más ingredientes adaptados en el libro, que podrán encontrar..., si se animan a ello. Es un juego didáctico que justifica la lectura de una obra lamentablemente fallida.

 

Isabel Moreno Ferrero (Departamento de Filología Clásica e Indoeuropeo)

 

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